El Secreto Dentro de Mí
Por Diana García
Traducción de Laura Inter del texto “The Secret Inside Me” de Diana García
Historia contenida en “VOICES Personal Stories from the Pages of the NIB: Normalizing Intersex” páginas: 7 a 10.
Al crecer, nuestro hogar en Chicago era ruidoso y bullicioso. Éramos ocho personas en una pequeña casa con un pequeño baño. Las cinco niñas compartíamos una sola recámara, así no había mucha privacidad. El ver como mis hermanas atravesaban la pubertad me hacía sentir aislada – mi madre nunca me susurró secretos, ni intercambió miradas de complicidad conmigo, como si lo hacía con mis hermanas cuando comenzaron a menstruar. Esto me hizo sentir “diferente” y excluida de esa conexión madre-hija. Mi único consuelo era que mi hermana, que era un año menor, tampoco había comenzado a menstruar, y compartíamos nuestro miedo de que fuéramos diferentes a nuestras otras hermanas.
En 1979, cuando estaba en el último año de la escuela secundaria, me acerqué a mi madre y, con firmeza, le dije que había tomado la decisión de buscar a un doctor tan pronto como cumpliera dieciocho años de edad, debido a que sentía que necesitaba encontrar respuestas para mí misma y para mi hermana. Estaba segura de que algo no andaba bien. Desde que tenía doce años de edad, preguntaba a mi madre sobre el motivo por el que aún no comenzaba a menstruar. Ella siempre me decía que yo era de desarrollo tardío, y que toda niña empieza su menstruación a edades diferentes, algunas a los nueve años, algunas a los catorce años. Sin embargo, siempre supe que algo no estaba bien. Simplemente lo sabía.
Mi madre se incomodaba [cuando le comentaba de ir a ver a un doctor], y decía: “Mira mija, estoy preocupada, ya que aún eres virgen y no quiero que nadie esté revisándote ahí abajo.”
Recuerdo haberle dicho algo como: “Mamá, en estos momentos, si eso es lo que necesita pasarme para descubrir que tengo, entonces que así sea. Pero, ¿puedes venir conmigo al doctor? ¿Por favor?”
Ella dijo: “Lo sé; también estoy preocupada, y sí, iré contigo.” Mi mamá y yo nos abrazamos, y podía sentir la preocupación y la tensión en nuestro abrazo. No estaba segura si esa tensión venía de mí o de ella.
Finalmente llegó el día de mi cita con el ginecólogo. Había estado esperándola por mucho tiempo. Esta fue mi primera experiencia como adulta, aparte de haber tenido ese sentimiento de haber madurado el día que me gradué de la secundaria. La enfermera dijo que me desvistiera y me pusiera la bata de papel, luego dejó el cuarto. Le dije a mi madre que se quedara sentada en su silla, que no quería que me dejara ni por un segundo. El joven doctor entró al cuarto y se presentó con nosotras, y pidió que me sentara en la mesa de exploración, mientras preguntaba: “Así que, ¿Cuál es el motivo de esta visita?”, le respondí: “Quiero saber por qué no he comenzado a menstruar. Siento que algo está muy mal conmigo.”
Hizo que me recostara y que pusiera mis pies en los estribos, me dijo que me relajara. Estiré mi mano hacia mi madre, ella se levantó, se puso a mi lado y sostuvo mi mano con fuerza.
El doctor puso un poco de gel en su mano que cubría un guante, y me pidió nuevamente que me relajara y dejara que mis rodillas descansaran. Sus dedos con el gel frío sondearon un poco y, después de unos segundos de estar sondeando, levantó la mirada y dijo:
“¡¿Qué diablos?! ¿No hay cuello uterino?”
Mi madre y yo nos miramos con confusión, y entonces él dijo: “¡No hay nada!”
Entonces el doctor se levantó y dijo: “Por favor, vístete y la enfermera las llevará a mi oficina.” Dejó el cuarto, dejándonos mientras nos veíamos una a la otra con lágrimas en los ojos, aturdidas de sus arrebatos.
Nunca olvidaré su reacción ni sus palabras.
Una simpática enfermera nos llevó a la oficina del doctor y nos sentamos.
Él me miró y dijo: “Tienes que someterte a cirugía inmediatamente, o morirás de cáncer.”
Volteé a ver a mi madre y ambas comenzamos a llorar. Pregunté: “¿Por qué? ¿Qué quiere decir? ¿Tengo cáncer?”
Respondió: “No, no tienes. No ahora, pero las mujeres como tú necesitan que les quiten sus ovarios lo más pronto posible o, básicamente, someterse a lo que llamamos histerectomía drástica. Ya te hice una cita con el genetista, a la que necesitas ir para que te realicen unos exámenes, y él te explicará más detalladamente. Aquí está la información.” Le entregó a mi madre unos papeles, y nos acompañó hasta la salida de su oficina.
Eso fue todo. Sin simpatía. Sin compasión. Simplemente ofreció una mínima explicación, sin invitarnos a preguntar nuestras dudas, aunque yo tenía millones de preguntas. Pero mi boca estaba congelada en un miedo total. Al llegar a casa, mi hermana me preguntó con ansiedad como me había ido. La llevé a la recamara de las niñas, y cerré la puerta y le susurré: “somos monstruos,” y entonces procedí a contarle lo que había pasado con el doctor. Nunca me voy a perdonar el haberle dicho eso a mi hermana. A pesar de que me perdonó, sé que ella nunca olvidará esas palabras.
A mis padres siempre los llevaban detrás de puertas cerradas [cuando íbamos al doctor], mientras a mí me dejaban en salas de espera. Como era una buena hija, simplemente hacía lo que me decían, y si me decían que necesitaba someterme a cirugía, entonces que así fuera. Estaba aterrada. Nunca le dije a nadie que tenía miedo. Quienes me conocían, veían y escuchaban a una persona alta, segura y divertida. Nunca mencioné que, en mi corazón, sentía que algo no estaba bien acerca de esta cirugía programada de manera urgente. La palabra “drástica” también me asustaba. Mi miedo me hizo sentir que no tenía voz, que era débil, fea y monstruosa, pero, sobre todo, me hizo enojar, y no sabía por qué.
Mi confusión era una tormenta en formación. No sabía que mi genetista, obstetra, endocrinólogo y mis padres, comenzarían a mentirme, y continuarían haciéndolo por algún tiempo, para mí “seguridad y bienestar.” Todos ellos me dijeron que necesitaba una “histerectomía drástica”, o que podría “morir de cáncer.” Más tarde preguntaría, ¿qué tan segura y efectiva fue esa mentira?
Lo que aumentó mi agitación interna, fue que a mis familiares, como a mis tíos, tías y sobrinos, se les dijo que estaba en el hospital por una “apendectomía”. Mi hermana fue sometida a su gonadectomía (recesión de gónadas) un año después, y fue tratada básicamente de la misma manera que yo. Sin embargo, lamentablemente, su cirugía se llevó a cabo en un hospital universitario, donde fue exhibida frente a los residentes que entraban y salían de su cuarto para examinarla.
No fue hasta años después, con el advenimiento del internet, que descubrí la verdad, al buscar los términos que aparecían en mi expediente médico: “síndrome de feminización testicular,” “pseudohermafroditismo masculino,” y “hombre afectado”. El conocimiento fue catártico, ya que me sentí aliviada al conocer los hechos acerca de mí misma. El misterio y las suposiciones quedaron fuera de mi vista. Por supuesto, el sentimiento que tenía de ser un monstruo, aún formaba parte de mí, debido a que me hicieron sentir de esa manera por las mentiras y las indirectas.
Mi búsqueda en internet respondió muchas de mis preguntas. Ya no estaba un doctor a mi alrededor que me mintiera. Ya no estaba un doctor a mi alrededor que balbuceara, mientras me hablaba, y que no me mirara a los ojos. La respuesta de mi doctor a esta investigación, sobre que era lo que estaba mal conmigo fue: “Oh, no te preocupes por eso, ¡eres una dama joven y bella!”
El descubrir la verdad, no hizo que me pusiera loca o que tuviera pensamientos suicidas; en lugar de eso, me sentí aliviada cuando finalmente supe la verdad. Mis más profundos miedos acerca de mi cuerpo, se convirtieron en realidad. Después de esa revelación, me hundí en el enojo, estaba muy enojada. No dejaba de pensar: “¿Por qué me habían mentido si ya era una mujer adulta de 18 años de edad?” Esta pregunta dio vueltas en mi cabeza, y se convirtió en un veneno burbujeante en mi interior. El que me mintieran de esta manera, fue algo que ocupó mis pensamientos por mucho tiempo.
En ese entonces pensaba: “¿Por qué si le pueden decir a un niñx que tiene cáncer o leucemia, pero no le pueden decir a una mujer de 18 años de edad la verdad acerca de que tiene síndrome de insensibilidad a los andrógenos (SIA)?” En esos momentos mi rabia me llevó a tratar de confrontar a mis doctores, pero ya habían muerto. Entonces confronté a mis padres por las mentiras y la vergüenza, y se desató la locura. Ya que, después de la cirugía hace tantos años, ellos nunca volvieron a hablar de esto conmigo ni con mi hermana. ¡Puf! Eso nunca había sucedido. Intenté tener una reunión familiar para poder hablar abiertamente acerca de mi SIA, e informarles a todos. Había sacado copias de lo que había investigado, para repartirlas en la reunión familiar, pero se negaron a reunirse.
Entonces, me imaginé que mis padres y hermanos ya habían tenido su propia reunión, sin incluirme, para hablar acerca de mi “alboroto,” y que todos se habían unido en mi contra. En aquel entonces, mi hermana y su esposo, estaban ocupados con los procedimientos de adopción, y ella tenía un punto de vista diferente debido a su propio conocimiento de su SIA; entendí y respeté su silencio.
Años después, creo que tenía alrededor de 46 años de edad, me encontré a mí misma pidiendo a mi madre que recordara lo que los doctores les decían, a ella y a mi padre, detrás de puertas cerradas. Admitió que en realidad no entendía todo lo que los doctores le decían acerca del síndrome; los doctores le habían aconsejado a mis padres que no dijeran nada, excepto que me siguieran animando diciéndome que era una mujer joven y bella, y que la única diferencia [respecto a las demás mujeres] era que yo era incapaz de tener hijos. Este fue el mensaje que recibí cada vez que hablé con mis padres o con mi doctor.
En retrospectiva, toda mi experiencia estuvo cubierta en mentiras, miedo y vergüenza. El que me mintieran, me hizo sentir mucho enojo, y no sabía cómo manejarlo. El miedo a ser diferente, a no ser una mujer “normal”, fue algo que me deprimía mucho; y la vergüenza que surgió y creció exponencialmente de esas mentiras, los miedos, e incluso, regresando a mi niñez, esos sentimientos de ser monstruosa, sin saber el porqué, hicieron que me sintiera sola y apartada de todos los demás. Estos intensos sentimientos, nos unieron a mi hermana y a mí. Actualmente también somos mejores amigas. Me siento bendecida de tenerla como mi confidente y hermana.
Muchos años después de esa fallida reunión familiar, una vez más, decidí tratar de hablar con mi familia acerca de todo lo que había descubierto acerca de mi síndrome. Sentía que podía ser una oportunidad para decirnos verdades y, puede ser, que ayudarme a hacer frente a la vergüenza que sentía, pero que odiaba sentir. Una de mis hermanas me dijo: “Si alguna vez tengo alguna pregunta, o quiero saber algo, te buscaré.” Aproximadamente, eso fue hace 17 años, y aún no me ha buscado. Cuando quería hablar con mi hermano – que en ese entonces ya estaba casado – también se reusó a escuchar acerca del SIA. Todo lo que quería saber es si podía heredar la condición a sus hijas. Le dije que no, debido a que solo se hereda a través de la línea materna. Él lo pensó un momento y entonces dijo: “Bueno, si no afecta a mis hijas, entonces no quiero saber.” Esto me transmitió el mensaje de que realmente no le importaba lo que yo había tenido que pasar. Esto fue la cruz que tuve que soportar. En ese entonces, solo necesitaba un amigo, alguien con quien hablar. Intenté apoyarme en mi hermano, pero él no estaba ahí para mí. Es posible que simplemente se avergonzara de mí. No lo sé. Su comentario me alejó, muy lejos de él. Todo esto me rompió el corazón. Estaba devastada. Me sentía sola. Siempre me había sentido cerca de mi familia, y permanecíamos unidos en tiempos difíciles. Pero esto del SIA, no contaba para ellos; tenía que lidiar con eso sola. Este fue el mensaje que obtuve de los miembros de mi familia: no hables en voz alta acerca de tu secreto vergonzoso, eres la vergüenza de la familia.
Resulta interesante el que nunca busqué asesoría o ayuda profesional. Creo que siempre asumí que tendría a mi familia que me ayudaría a atravesar cualquier dificultad que tuviera. Eso no sucedió, pero al menos tenía a mi hermana. Sí, me sentía enojada por esto, pero me decía a mí misma que era una Chicana fuerte, y que tenía que actuar como un soldado, y simplemente seguir adelante con mi vida y aceptar que había nacido así, y lo que me habían hecho. Aprendí a simplemente “lidiar con esto”, y me sentía afortunada de tener un esposo a mí lado que me apoyaba, y al grupo de apoyo de SIA en el que conocí a otrxs como yo.
El encontrar un grupo de apoyo, fue lo mejor que me ha sucedido. Descubrí la dicha y felicidad al estar rodeada de mi propia tribu, mis hermanxs; muchxs habían soportado las mismas o peores circunstancias que yo, y esto me dio un sentimiento de dignidad y de mantener la cabeza en alto. Mi hermana, eventualmente, también se involucró en el grupo de apoyo. Ha sido un largo viaje, pero finalmente puedo decir que ya no siento vergüenza de ser una persona intersexual, y ya no siento enojo hacia mis padres ni hacia mi familia. No fue su culpa. Mis padres solo hicieron lo que el doctor les dijo, permanecer en silencio.