Cuento: Las novias se regalan dulces
Autora: Nahani I. Nuñez
Fecha de publicación original: 11 de septiembre 2014
*Publicado con autorización de la autora
Cuando mis padres decidieron mudarse a la calle Coloma yo era muy pequeña: no tendría más de 7 años. La gente suele decir que, cuando se mudan de casa, les provocan cierto dolor personas y recuerdos que se quedan atrás; yo no puedo decir lo mismo porque, amén de la temprana edad que tenía cuando nos mudamos, mi temperamento suele ser un tanto desapegado. Lejos de sentirme incómoda por mi forma de ser me enorgullece, pues siento que ese desapego está impregnado en mi filosofía de vida y suelo despojarme de ideas y prejuicios tan pronto dejan de serme útiles. Me adapto fácilmente a un entorno nuevo. Por eso, cuando nos cambiamos de casa, no extrañé ni a vecinos ni al lugar en el que antes vivía, ni siquiera extrañé a mis compañeros de escuela con los que solía jugar por las tardes; para mí simplemente se abría un nuevo mundo y estaba dispuesta a disfrutarlo.
Enfrente de nuestra nueva casa vivía una madre soltera con una niña que tenía, más o menos, mi edad. La ventana de mi cuarto daba a la calle y, cada día, al atardecer, la madre y la hijita salían a comprar su merienda; yo lo sabía porque solía verlas cargadas de leche, pan y dulces envueltos en una bolsa de papel marrón, unos dulces color café con centros blancos. Desde la primera vez que los vi a mí se me antojaron mucho, así que pronto yo también quise comer dulces de esos a la caída de la tarde. A fuerza de observar a la madre y a la niña descubrí que compraban sus víveres en una tienda que se encontraba un poco más adelante en la misma calle. Un día, en la cena, le comenté a mamá sobre esos dulces y ella prometió llevarme al día siguiente a comprarlos, pero pasaban los días y mamá no parecía acordarse de su promesa, así que decidí que en cuanto juntase una cantidad significativa de dinero yo misma iría a por ellos.
Fue una tarde de junio cuando decidí que tenía el dinero suficiente para comprar muchos dulces y, aprovechando que papá llegaría noche y que mamá se encontraba en casa de una amiga, decidí salir de contrabando de mi casa; llevé el duplicado de la llave de la puerta de entrada que mamá guardaba en un cajón y me encaminé calle arriba decidida a encontrar la tienda en la cual aquella madre y su hijita compraban su cena. No tardé e encontrarla y, pensando en cómo preguntaría por los dulces, me metí sin apenas darme cuenta de lo que hacía.
Me sorprendí gratamente al descubrir que las vecinas de enfrente se encontraban justamente comprando los víveres para su merienda; así, pensaba, sería más fácil saber cómo se llamaban aquellos dulces que tantas tardes había deseado. Cuando, por fin, la señora hubo pedido la leche y elegido el pan, la escuché decir: “y deme veinte dulces de leche”. Sin esperar nada, yo también dije, gritando: “¡deme veinte a mí también!” Entonces, el tendero me lanzó una mirada de tristeza y dijo: “lo siento, nena, veinte son los únicos que me quedan y la señora pidió primero”. Sin saber qué hacer, entre humillada y confundida, me limitaba a pasear mi mirada del tendero a la señora y de la señora al tendero como si esperase que alguien me diese una solución que, a todas luces, no tenía. Entonces, la niña que acompañaba a la señora y que había permanecido en absoluto silencio desde que yo entrara abrió su boca y dijo: “mamá, ¿no podríamos repartirnos la mitad?” Y esa tarde ambas comimos dulces de leche.
A partir de entonces Claudia –que ese era el nombre de la niña- y yo fuimos amigas; poco después supe que ella estaba en el mismo colegio al que yo me acababa de cambiar y, entonces, al terminar las clases también regresábamos juntas a casa. Durante las vacaciones pasábamos noches una en casa de la otra y armábamos casitas o vestíamos muñecas de papel, a veces nos inventábamos historias sobre princesas y duendes malos. Cuando su mamá la llevaba a pasear al campo yo era invitada también y siempre, antes de volver a casa, asábamos bombones en una fogata. Los ojos de Claudia, que al inicio me habían parecido solitarios y tristes, cobraban cierta vivacidad cuando estábamos juntas, aunque algo muy dentro de ellos me hacía pensar que había aún una cosa que no conocía todavía de ella, una cosa importante, secreta, oculta en una honda cueva como aquella de dónde salían los duendes malos de nuestras historias; pero, con el paso de los días me fui acostumbrando a esa alegría rodeada de misterio, a esa pregunta y a ese secreto que parecía vivir en el fondo de sus ojos negros. Hasta que una noche de lluvia, de esas noches que invitan a no asomarse siquiera al exterior, decidí que sería un buen momento para contarle una historia de terror. Le conté acerca de una cabaña abandonada en el fondo del bosque que tenía las paredes y los pisos manchados con sangre y en la cual habían matado a una niña que ahora vagaba en la oscuridad buscando a su asesino. Claudia se espantó muchísimo y, cuando nos acostamos para dormir, me abrazaba fuertemente rogando que no me durmiera todavía. Compadecida y un tanto divertida por su actitud la obedecí y le dije que no me dormiría hasta que ella lo hiciera. Los ojos negros y profundos de Claudia se cerraron mientras sus brazos no dejaban de apretarme. Cuando al fin su respiración se hizo pausada y, creyéndola profundamente dormida, cerré los ojos para descansar también, ella dijo de pronto lo que esperaba oírle decir desde hacía tanto tiempo: “Tengo algo que decirte. Es un secreto”. Sorprendida volví a abrir los ojos y le pregunté: “¿y qué es?” “Es un secreto”, respondió; “te lo diré sólo si prometes que no se lo dirás a nadie.” “Eres mi amiga”, dije, “¡cómo voy a revelar un secreto tuyo!” “No es suficiente”, dijo, “las amigas se traicionan.” “Entonces seré tu novia; las novias no van por ahí revelando secretos”, le dije. Ella sonrió; su mirada, hasta entonces baja y confundida, se clavó suavemente en la mía y sus ojos brillaron. “¿De verdad? ¿Y nos casaremos algún día?” “Nos casaremos”, dije muy segura; “las novias siempre terminan casándose.” “Pero no podré tener hijos”, dijo un poco angustiada. “No importa; te querré igual”, le respondí. “Está bien. Tengo una parte de niño en mi cuerpo.” No comprendí y la miré ladeando un poco la cabeza. “Pero si te enseño ya no querrás ser mi novia”, dijo mientras apretaba la falda de su camisón. La vi tan angustiada y tan vulnerable que no se me ocurrió otra cosa más que decirle: “te he dado mi palabra; hasta te he dicho que nos casaríamos.” Ella, sin mirarme, se bajó la ropa interior y alzó su falda; en medio de sus piernas había un botoncito rosa muy pequeño. “Me parece lindo”, dije sinceramente. “¿Por qué lo tienes así?” “Porque nací con esa parte de niño, aunque soy niña. Mi mami dice que Dios se confundió cuando me estaba armando.” Sonreí mientras ella se acomodaba su ropa y se acostaba a mi lado. “No creo”, le dije, “Dios es perfecto y él nunca se equivoca.”
Saber el secreto de Claudia y habernos hecho novias no cambió en nada nuestra relación; seguíamos viéndonos y jugando como antes, aunque a veces íbamos al parque y yo me columpiaba muy fuerte o me lanzaba desde la resbaladilla grande para que ella me viera. “¡Wow!”, exclamaba mientras se tapaba la boca con las manos, “¿no te da miedo?” “No”, le respondía, “después de todo soy tu novia y las novias nunca tienen miedo.” Entonces ella sonreía y me besaba las mejillas. “Las novias también se besan”, decía.
Una tarde, antes de que se ocultase el sol, me asomé por mi ventana y recordé la primera vez que vi a Claudia salir con su mamá a comprar la merienda. En aquel entonces no la conocía y nunca hubiera imaginado que aquella niña que tomaba la mano de su mamá, tan lejana e insegura a un mismo tiempo, escondiera un secreto debajo de su vestido. En realidad el secreto no me incomodaba e incluso, al recordarlo, había algo dentro de mí que avivaba mi cariño hacia Claudia. Ahora estaba comprometida con ella; era mi novia y nos casaríamos cuando fuéramos grandes. Sintiéndome, de pronto, madura y distinta, me separé de la ventana bruscamente y bajé corriendo las escaleras hasta llegar a la calle. El aire del atardecer era cálido y limpio. Crucé hasta quedar enfrente de la puerta de la casa de Claudia y llamé. Ella abrió. Sin decirle nada la tomé de la mano y la arrastré calle arriba hasta la tienda en donde ella y su mamá compraban su merienda. El tendero, al vernos, sonrió y dijo: “¿Tan solitas y tan temprano, amiguitas?” “Sí”, le respondí, “véndame veinte dulces de leche.” El, sin dejar de sonreír, los envolvió en su bolsa de papel y recibió el dinero. Salí con la bolsa en una mano y Claudia en la otra. “¿A dónde vamos?”, preguntó. “Voy a dejarte a tu casa.” Llegamos a la puerta de su casa que se había quedado abierta y ella la empujó, metiéndose. “¿Quieres pasar?”, me preguntó asomándose desde adentro. “No”, le dije y le extendí la bolsa de dulces que acababa de comprar. “Estos son tuyos. Piensa en mí cuando los estés comiendo.” Ella pareció un poco desconcertada al escuchar eso. “¿Por qué me das todos?”, preguntó, “¿no quieres la mitad?” “¡Claro que no!”, le respondí, “desde ahora yo te compraré todos los dulces que quieras. Son tuyos. Recuerda que somos novias y las novias se recogen y se dejan en sus casas, y siempre se regalan dulces.” Claudia sonrió. En ese momento el sol escondía la mitad de su circunferencia en la línea del Poniente.
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