¿Y dónde está mi periodo menstrual? | Por Orquídea (insensibilidad a los andrógenos completa)

Este texto fue compartido exclusivamente con Brújula Intersexual, si quieres publicarlo en otro lugar, por favor escríbenos para pedir autorización a la autora: brujulaintersexual@gmail.com

Ilustración: Laura Inter, 2025. Descripción de imagen: Ilustración de una flor de loto rosa abierta sobre el agua azul, rodeada por grandes hojas verdes. Los pétalos se disponen en varias capas, con el centro amarillo y anaranjado.

 

¿Y dónde está mi periodo menstrual?

Por Orquídea (insensibilidad a los andrógenos completa)

Para mí, la adolescencia fue una etapa llena de cambios, dudas y descubrimientos. Fui muy feliz; solo había una cosa que me causaba desconcierto dentro de ese edén en el que vivía, y es que, como mujeres, en nuestra cultura siempre se nos imponen diferentes estadios, ritos y expectativas.

Todo iba bien. La escuela era genial, mis calificaciones eran impecables, y el trato con mis maestros, significativo y cercano. Con mis compañeros era el alma de la fiesta: con un liderazgo natural que me mantenía rodeada de amigos, de aventuras y de mucha observación por parte de mi comunidad escolar.

Pero había algo que permanecía en la parte olvidada de mis pendientes, como una tarea postergada: el inicio de la menstruación. Cuando hablábamos de ello entre mis amigas, siempre surgía como algo entre asqueroso, admirado y esperado; sin embargo, representaba un rito de paso, una señal de crecimiento y de pertenencia al grupo de amigas, familiares y compañeras que ya habían iniciado ese proceso.

No obstante, también existía otra cara de la moneda: aquellas adolescentes que, a pesar de tener la misma edad, aún no habían experimentado su primer periodo menstrual. Entre ellas estaba yo, y ese pequeño paso de la vida me dejaba corta ante las demás, pues seguía siendo una niña, aunque ya me entendía, vivía y mostraba con todas las acciones de una adolescente, con las facetas de crecimiento, desarrollo mental, psicológico y físico presentes.

Este rito, esta manifestación corporal que tiñe de color el paso de la infancia a la adolescencia como un marcador de inicio a la fertilidad, adquiere un matiz especial cuando se observa desde la perspectiva de una chica de quince años que espera con ansias, pero también con inquietud, el momento en que su cuerpo le dé esa señal tan esperada. Ver cómo sus amigas platican sobre sus experiencias, cómo sus familiares comparten consejos y cómo sus compañeras se incluyen en conversaciones que parecen lejanas puede hacer que la espera se torne difícil y llena de preguntas internas: ¿por qué yo todavía no?, ¿será normal?, ¿me estoy quedando atrás?

No olvido esos rostros que me miraban entre la consideración, la pena y el descanso cuando mi respuesta ante la interrogante de mi periodo menstrual era: “No, yo aún no…”. Pero también recuerdo cómo se apachurraba mi corazón al escuchar las respuestas que intentaban apaciguar mi notable decepción:

—“No te preocupes, es mejor así, es una chinga ser mujer.”

—“Mejor que aún no la tienes, descansa, no sabes el cochinero con el que tienes que lidiar o los achaques.”

Lo que ellas no sabían era que yo tenía ansias por explorar, por experimentar esas historias de terror y fascinación.

Yo tenía quince años y llevaba tres esperando algo que parecía no querer llegar. Cada mes, desde que cumplí los doce, me la pasaba esperando que mi cuerpo me permitiera dar el paso que me hiciera hablar en el idioma de todas mis compañeras: la sangre, el dolor, la mancha roja en la ropa interior. Pero nada. Solo un silencio ensordecedor que me confundía, entre preguntarme si había algo roto en mí, como una sospecha honda que optaba por acallar con gritos de esperanza por algo que debía llegar, y que yo me apresuraba a justificar en su impuntualidad.

Al principio, mi madre era mi cobijo de paz. Siempre me decía que no me preocupara, que la menstruación no era algo que se debía apresurar. Quizá, al notar la ansiedad que yo dejaba ver en mis ojos, me explicaba que cada cuerpo tiene su ritmo. Siempre conté con ella, por eso, al cumplir los trece, fui al ginecólogo por primera vez. Luego otra vez a los catorce. Análisis, ecografías y exámenes hormonales. Nada.

—“Todo está normal”, decían. — “Solo está tardando un poco más.”

Pero nadie entendía que ese “poco más” pesaba como una piedra que no me dejaba respirar.

Con quince años recién cumplidos, en secreto empecé a alejarme y a sentarme en la última fila del aula, intentando desaparecer. Las conversaciones entre mis compañeras eran cuchillos que no buscaban herirme, pero igual me cortaban:

—“Me vino horrible este mes, me dolía todo” —se queja Carla, mientras las otras asienten.

—“Yo uso ya toallas nocturnas, ¡qué horror!” —dice otra, y se ríen.

Yo solía bajar la mirada. No podía participar; no tenía historias que contar, ni consejos que dar, ni experiencia al respecto. Y eso, además de hacerme sentir ignorante, me provocaba una vergüenza que no podía explicar, como si hubiera algo mal en mi cuerpo, como si su feminidad estuviera incompleta.

A veces sentía que las demás podían verlo; si decía la verdad otra vez, me mirarían raro, pues ya lo había hecho antes y las reacciones o respuestas que obtenía para nada me hacían bien. Fue así como comencé a mentir, orgullosa comencé a inventar mi propia realidad. Explicaba con lujo de detalles que mi periodo era regular, que a veces dolía mucho. Repetía lo que escuchaba, lo que encontraba en los libros e incluso lo que los comerciales de televisión mostraban; que lejos de ser una tortura, se convirtieron en mi fuente de información.

Fui tan astuta que solía decir que mi periodo duraba de tres a cuatro días, con un flujo normal, el cual describía a la perfección. Pero por dentro había un vacío extraño y parcial. Era una impostora que tomaba un papel que no me correspondía, como un payaso sin maquillaje, solo con peluca: un personaje incompleto.

Durante el día me llenaba de actividades y sobrellevar la ola era fácil, pero la angustia llegaba por las noches. Cerrar la puerta, apagar la luz y dejar llegar la oscuridad… esa oscuridad que hacía aparecer ese maldito ruido que resonaba en mi cabeza: el sonido de cada palabra de esa pregunta que me atosigaba. ¿Qué está mal? ¿Y si nunca me llega? ¿Y si mi cuerpo simplemente decidió no crecer como los demás?

Me sentía sola, tan sola que ni mi madre lograba apaciguar ese vacío ni acallar ese ruido con su amor. De pronto, quizá por autoprotección, ya no quise hablar del tema. Cuando mi madre intentaba tocarlo, yo me cerraba más y lo disfrazaba de humor, porque su angustia me afligía. Así que mi siguiente estrategia fue fingir que no me importaba. Pero cada mes que pasaba, ese peso muerto me hundía más en ese mar espeso que, hasta la fecha, aún no logro describir.

Había una profesora —a quien apodaban la licuadora porque sacudía todo su cuerpo al caminar por los pasillos de la escuela— no era una erudita; más bien, un bulto docente cuya función era acallar las almas de los críos a los que no educaba, pero que sí nos enseñó, con su incapacidad, la habilidad de la autogestión. Su frase favorita: “Fulana y mengano, armen los equipos e investiguen sobre cualquier tema”, aquel que en ese momento se le ocurriera para “enseñar”.

El miedo aparece sin aviso. Un día, en una clase de biología de esa profesora, hablan del desarrollo femenino. La profesora mencionó que el periodo menstrual es una señal de salud reproductiva. Yo me puse rígida porque sabía que sería una de las elegidas para hablar del tema, y precisamente esa visibilidad, en ese tema, era la que menos deseaba. Sentí miedo, pues en mi cabeza estaba claro que, con sus ojos, desnudarían la verdad que llevaba tiempo ocultando. Empezaron a pegarme dardos dolorosos de duda:

¿Y si notan que no tengo idea de qué es eso del periodo menstrual?

¿Y si descubren que yo aún no soy una mujer que puede tener hijos?

¿Y si algo está mal y nadie lo ha visto?

El corazón se me salía del pecho; latía con fuerza. De pronto, no escuchaba nada más en toda la clase. Pero, gracias a dios, mi estómago me salvó: de manera súbita causó un dolor tan agudo que casi vomito a los pies de la profesora. Me vio tan pálida que enseguida pidió que mis amigas me llevaran a la enfermería.

Al llegar a la enfermería, supe que había escapado de ese tema de la clase, pero luego la trabajadora social me preguntó:

—¿Estás enferma de algo? ¿O será un cólico por tu periodo?

¡Mierda! Otra vez ese maldito monstruo persiguiéndome, como asesino serial en película de terror.

La ansiedad llegaba como olas. A veces suaves, a veces violentas. Me sudaban las manos, se me cerraba la garganta, y el estómago —que, dicho sea de paso, hasta ahora me duele igual— se retorcía. Caminaba por los pasillos de la escuela sintiendo que todos me miraban, que en cualquier momento verían a través de mi piel y sabrían que no tenía ese indicio de mujer “completa”.

No lo sabían, claro, pero yo creía que se podía oler la diferencia, como un perfume sutil que delataba mi rareza. Porque han de saber que, hasta con el olfato, podía detectar quién de mis compañeras tenía su periodo menstrual.

Y luego dejé de insistir en salir con mis amigos. Me refugié en los grupos juveniles cristianos, y me sirvieron de refugio, pues ahí no existía el tema que yo deseaba evadir. Pero, poco a poco, dejé de ser yo. Comencé a convertirme en esta Orquídea híbrida que se desasociaba entre el bullicio de la selva social y la orquídea que observaba desde la copa del árbol, escondida entre la humedad y el follaje, para mirar a distancia lo que anhelaba hacer sin ser detectada.

Los fines de semana dejé de participar en las actividades de una adolescente común. Antes iba al parque con mis amigas; después preferí quedarme en casa. En mi habitación, el tiempo no dolía tanto. Me acostaba boca arriba, mirando el techo, como si flotara fuera del cuerpo. A veces deseaba no tener que vivir en mi propio cuerpo. Renegaba de que mi cuerpo no sangrara, no respondiera; me hacía sentir menos.

El llanto llegaba en la madrugada, cuando todo estaba en silencio y podía ser yo misma: renegar, reclamar a Dios, a mis padres, a quien fuera responsable —de alguna manera— de que mi cuerpo de mujer no funcionara a su llamado. Casi llegaba mi fiesta de quince años, “la quinceañera”, donde me presentarían ante la sociedad para mostrar que ya no era niña, sino que estaba lista para ser mujer… Vaya bobada. Me presentaría con toda mi gala, vestida de mentirosa. Pero más dolía no tener respuestas, sentirme diferente. No quería consuelo, ni lástima, mucho menos preguntas. Solo quería respuestas. Y nadie parecía tenerlas.

Tampoco me malentiendan: yo no odiaba mi cuerpo. No lo comprendía, y le exigía que resolviera algo que, por naturaleza, le correspondía completar. En esa distancia entre el amor y la incomprensión, construí un muro que separó a la verdadera Orquídea de la Orquídea que se mostraba al mundo.

Yo no quería vivir así, pero finalmente no supe cómo salir. No sabía cómo aceptar algo que no comprendía. Y cada día dolía más. Lo mejor era hacerlo así: evadirlo, esconderlo, para dejar de oír ese eco que repetía mis dudas en la cabeza sobre por qué me pasaba esto a mí.

La vida seguía, y mientras todas las demás celebraban la llegada de la adultez en forma de manchas rojas y cólicos, yo continuaba con mi interrogatorio interno, preguntándome si algún día podría ser parte de esa pluralidad, de ese mundo al que, cada día, sentía que aún no pertenecía.

 

LA ESPERA ALETARGABA EL TIEMPO

Los días habían empezado a parecerse demasiado. Me despertaba con el mismo nudo en el pecho, ese que no se desata ni con el desayuno caliente ni con las palabras suaves de mi madre, que parecía leer —hasta en la forma en que caminaba— lo que me pasaba.

El uniforme era un traidor porque no mostraba las curvas ni los rasgos que aún terminaban de crecer como en el resto de las chicas. Me miraba en el espejo y no podía reconocer lo que ansiaba ver. No es que hubiera cambiado tanto físicamente —aunque mis pechos apenas se habían formado y mis caderas no eran tan atractivas como las de las otras chicas—, era algo más profundo. Era como si el reflejo no representara mis expectativas, como si habitara un cuerpo ajeno, un vestido que no me gustaba.

En la escuela, el ritual se repetía. Era buena en eso: la actuación era digna de un Óscar. Sonrisas educadas, comentarios rápidos, una risa que no nacía sola, pero que sabía fingir muy bien, porque así duele menos. Cada vez que alguna compañera mencionaba su periodo, me ponía tensa, porque temía ser interrogada al respecto. A veces pensaba que preguntaban a propósito, pues más de una sabía mi secreto. Aunque lo había escondido bien, mi mente me jugaba en contra. Con decir que me convencía de que mis amigas me habían clasificado como “la diferente”.

Un día, en la clase de educación física, se habló sobre los ciclos femeninos y cómo pueden influir en el rendimiento. Sentí cómo se me enfriaba el cuerpo. Alguien comentó en voz baja que su primera vez fue a los once. Otra dijo que a los doce. Todos opinaban. Todos tenían una historia. Yo solo quería hundirme en la silla, convertirme en un vacío y desaparecer.

Regresé a casa y subí directamente a mi habitación. No hablé con nadie, ni siquiera con mi madre. La pobre, a veces, no sabía qué hacer, porque mis respuestas eran oscas, rudas y evasivas. Ese día me observó desde la cocina, con una preocupación que ya se había vuelto costumbre. Me encerré, me acosté y me tapé con esa cobija peludita que, aunque no tenía frío, me cobijaba de ese extraño frío interno. Me quedé dormida. No sé si quería dormir o no, pero mi cuerpo y mi mente, cansados, parecían apagarse, como un grito mudo que pedía parar, un “ya basta”.

La tristeza se había vuelto una compañera callada, pero constante. No grita, no exige, solo está ahí, en cada pensamiento. Me robaba las ganas de hacer cosas que antes disfrutaba. Todo lo que salía era llanto.

A veces imaginaba cómo sería mi vida si fuera como las demás. Si un día, simplemente, apareciera una manchita roja y, con ella, la sensación de pertenecer. Soñaba con decirle a mi madre, con comprar mis primeras toallas sanitarias, con mirar a mis amigas a los ojos sin sentir vergüenza. Pero la realidad no era así.

La desesperación es más difícil de explicar. Es una mezcla de preguntas sin respuesta, de impotencia, de gritos que no se atreven a salir. A veces me sentaba en el borde de la cama y me preguntaba si algún día pasaría, si estaba rota, si estaba sola en esto. Y esa última pregunta me acompañó por muchos años a lo largo de mi vida. Yo sabía que no debería pensar así, pero no podía evitarlo. Porque lo intenté todo, había preguntado todo, y seguía en el mismo punto: sin respuestas. No había nada. Solo el mismo silencio. Y eso me hacía llorar en silencio. Las lágrimas se escapaban muchas veces, no porque quisiera, sino porque no sabía cómo detenerlas.

En medio de todo, Loto había aprendido a actuar. Había perfeccionado el arte de parecer estar bien. En la escuela, nadie sabía lo que le dolía. Sonreía, asentía, participaba cuando tenía que hacerlo. Pero era una máscara. Por dentro, seguía siendo esa niña de doce años que esperaba con ilusión su primer periodo, y que ahora, tres años después, solo deseaba entender por qué ella no.

Loto no estaba enojada con su cuerpo, pero tampoco podía confiar en él. Y esa desconfianza era como una herida que no sangraba, pero dolía todos los días.

Y así pasaban las horas, lentas, una tras otra. Hasta que llegaba la noche, su único refugio. Aunque también fuera su cárcel.

 

MENTIR ERA ÚTIL

La relación con mi madre fue lo primero en romperse, aunque ninguna de las dos supo cuándo pasó exactamente. Al principio hablábamos de todo. Yo solía contarle a mi madre todas mis preocupaciones con una confianza que parecía invencible. Pero, a medida que los meses se convirtieron en años, y las visitas al médico no daban respuestas, la conversación comenzó a desmoronarse.

Mi madre intentaba ser optimista.

—Ya va a llegar, mija. Solo debes tener paciencia; cada cuerpo tiene su ritmo.

Pero esas palabras, repetidas tantas veces, se volvieron huecas. Dolían más que el silencio. A veces, cuando entraba al baño y me quedaba más tiempo, dejaba que el agua cayera sobre mi cuerpo, y eso me hacía sentir algo de paz, como si toda la angustia que cargaba se lavara con el agua de la regadera. Mi madre golpeaba la puerta suavemente:

—¿Todo bien?

Y yo respondía, seca:

—Sí.

Después, ni siquiera eso.

Empecé a evitarla. Bajaba a comer cuando la mesa ya estaba vacía. Fingía estar ocupada para no sentarme a ver la tele con ella. Me volví experta en construir una distancia lo suficientemente grande para que mi madre no pudiera alcanzarme, pero no tan evidente como para levantar sospechas.

La culpa por tratarla así me acompañaba, pero era más fácil esconderse que soportar otra charla sobre “la espera”. Ver su carita angustiada me partía, porque veía cómo buscaba en todos lados esa respuesta, esa esperanza que pudiera calmar mis ansias, mi tristeza y mi desasosiego. Eso me dolía, y no sabía cómo arreglarlo, así que solo me alejé…

En la secundaria la situación era peor. Sentirse diferente era una cosa… pero ser descubierta como “la única” era impensable. Entonces decidí que mi vida no tenía que ser miserable y fui creando mi estrategia. Primero empecé a fijarme en lo que hacían las otras chicas. Muchas llevaban sus toallas femeninas en pequeños neceseres dentro de la mochila. Así que empecé a hacer lo mismo. No porque las necesitara, sino porque no podía arriesgarme a que alguien notara que yo no las tenía, porque obviamente aún no las necesitaba.

Una tarde, mientras mis amigas hablaban en grupo, una de ellas preguntó:

—¿Tú usas toallas o tampones?

Sentí que mi corazón se detenía. Tragué saliva y respondí lo primero que se me ocurrió:

—Toallas, pero de las gruesas. No me gustan los tampones.

Mis amigas asintieron como si nada, y la conversación siguió. Nadie sospechó. Pero para mí, esa mentira fue como una pequeña victoria en un campo de batalla en el que siempre salía perdiendo. Celebré por dentro como si fuera fiesta patronal: hasta fuegos pirotécnicos sentí que brillaban en mis ojos. Al fin sonaba como ellas y logré que me percibieran como una experta. Era parte de ese grupo selecto.

Desde entonces, mi ficción me obligó a mantener la historia. Guardaba toallas femeninas en mi mochila; a veces hasta fingía salir de clase para “cambiarme”, o me quejaba sutilmente de dolor menstrual. Me hice experta en remedios para cólicos, y la famosa Sincol no podía faltar en mi neceser. Observaba cuidadosamente los gestos y frases de las demás para imitarlas. No por diversión, sino por necesidad. Era la única forma de sobrevivir en ese mundo que parecía construido para dejarme fuera.

Pero mentir también era desgastante. Había noches en que lloraba solo por eso: por mentir, por ocultar, por no poder ser simplemente yo, sin tener que cumplir con el requisito de ese maldito sangrado que, supuestamente, podría completar mi feminidad. Había momentos en los que deseaba contarle a alguien. Quizá a mi madre. Decirles a todos que no, que no me había llegado la menstruación; gritar que no sabía por qué, pero que tampoco importaba. Que el no tenerla no reducía mi ser ni mi feminidad. Que me sentía “rara y sola”.

Pero el miedo —a la lástima, al juicio, a los interrogatorios, a la imprudencia, a la diferencia— solo me encerraba más en ese silencio cómodamente sofocante.

El deterioro fue gradual. No se notaba en gritos ni peleas. Era más bien una grieta que crecía con el tiempo. Empecé a rechazar invitaciones a pijamadas, a la piscina, a las salidas del fin de semana. Siempre tenía una excusa: tarea, cansancio, compromisos familiares o el grupo cristiano. Pero la verdad era que ya no soportaba estar cerca de otras chicas que hablaban con tanta naturalidad de algo que me destruía en silencio.

Y nadie lo notaba. A veces, mientras las miraba reír juntas en el recreo, me preguntaba si me echarían de menos si un día simplemente dejara de ir. No porque quisiera desaparecer, sino porque ya no sabía cómo sostener el peso de mi mentira, del dolor, de la vergüenza. Y también descubrí que, quizás, tampoco era importante.

Una noche, mi madre tocó la puerta con suavidad. Mi mejor aliada.

—¿Puedo pasar?

Lo dudé, pero luego respondí con un “sí” apagado. Mi madre entró con una taza de atole de fresa caliente y la dejó sobre la mesa.

—No quiero presionarte —dijo con voz baja—. Solo quiero que sepas que estoy aquí. Para lo que sea. Mañana iremos con un especialista y lo vamos a arreglar juntas, mija. Ya no te angusties más, mi reina.

Yo solo moví la cabeza, asintiendo sin mirarla. No dije nada. Sentí un nudo en la garganta, pero no lo dejé salir. Jamás iba a permitir que mi madre viera desbordado mi dolor. Esperé a que se fuera, que cerrara la puerta, y entonces sí, el llanto fue libre. Lloré en silencio, como siempre. Pero con una intensidad distinta, como si la contención empezara a quebrarse.

No estaba lista para hablar. No todavía. Pero una parte de mi corazón comenzaba a desearlo.

Y aunque todavía no me sentía del todo rota, falsa y sola, ese llanto —más hondo que nunca— fue el primer gesto de que quizás, solo quizás, mi voz no se había apagado del todo. Y que en la promesa de mi madre había una esperanza, pues entonces mi aliada, mi amada madre, estaría a mi lado para arreglar lo que fuera juntas.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.